Oscar Niemeyer comenta aquí el malestar y reserva que produce, en ciertos individuos del ramo, la arquitectura moderna brasileña. Por un lado, “los tradicionalistas” que anhelan preservar el legado de la cultura popular (a veces ancestral) y, por el otro, “los racionalistas” que tienden a defender soluciones objetivas y simples. Amén de respetar tales críticas (extranjeras inclusive), analiza sus motivos y justificativas, creyendo que una de las principales fallas en el registro arquitectónico (y que reflejan la paradoja social) es su falta de contenido humano. Es consciente de las limitaciones propias a la profesión, generalmente dedicada a la construcción de casas burguesas, predios gubernamentales u obras comerciales. En ese momento, la inexistencia de una industria de construcción civil había permitido toda una miscelánea formal de soluciones arquitectónicas, lo cual hacía imposible una arquitectura de contenido social, orientándose, en cambio, hacia una especulación de formas que parten de los sistemas constructivos en vigor. Compartiendo objetivos con el urbanista Lúcio Costa (en torno a la falta de interés que hay aún en la planificación de las ciudades), juzga ser imposible una alianza entre formas tradicionales y técnicas modernas. Queriendo alejarse, lo más posible, de soluciones desgastadas, Niemeyer procura un nuevo sentido plástico que obedece a una lógica armoniosa y que intenta ser ajeno a la explotación inmobiliaria. Por su carácter intrínsecamente socialista, cita el caso soviético que en la URSS se vuelca siempre a lo colectivo.