Joaquín Torres García (1874–1949) realiza un somero balance de la obra plástica y de las ideas propugnadas por David Alfaro Siqueiros (1896–1974), marcando —quizá para sorpresa de quienes lo consideraban en todo sentido el polo opuesto al del maestro mexicano— su simpatía hacia este muralista y activista político con quien había entablado amistad en aquellas tertulias intelectuales de Barcelona, promovidas por Joan Salvat Papasseit en enero de 1920. En cierta instancia, JTG propone que las ideas filosóficas idealistas, universalistas, atemporales que ha sostenido hasta entonces, tienen la posibilidad de confluir con ideas de Siqueiros que responden a la diversidad contingente de los hechos impulsados por un idealismo revolucionario; con una salvedad, siempre que tal confluencia tenga lugar en un espacio abstracto en que la estética se subordina a una ética coherente con cierta concepción humanista de la Historia. Sería el concordatio entre el binomio que alguna vez articuló como “el hombre eterno y el hombre que pasa”. En tal sentido, JTG dice acerca de su relación con Siqueiros: “Tan juntos en aquel tiempo de juventud, y ahora, con los años, ¡cuántas divergencias! Y sin embargo, sin estar, estamos en lo mismo […]. Si él dice ‘ahora’, yo puedo decir ‘siempre’, y ser lo mismo […]”.
Pero mientras el mensaje de Siqueiros identifica la modernidad con la perspectiva del progreso y con la voluntad revolucionaria, JTG esgrime una concepción estrictamente plana de la modernidad, en la cual ve solo un nuevo repertorio formal y una nueva manera de ordenar lo que nos fue legado por la Gran Tradición. Por lo tanto, el muralismo es, a su juicio, un medio de actualizar dicha Tradición en los términos de un “clasicismo moderno”. Del mismo modo, el trabajo grupal y anónimo que predica posee reminiscencias medievales; es un apostolado místico que busca conformar una comunidad religiosa y arcaica a través del arte. A pesar de su distancia respecto a la concepción del “fresco industrial”, de la idea gregaria del “team”, y de la práctica técnico-artística como instrumento político, todas ellas desarrolladas por Siqueiros, el autor advierte una fuerte proximidad entre ambos en función de cierto credo espiritual: “Dígase lo que se quiera de la obra de Siqueiros hay que admitir que perdurará. Y esto porque en su base hay una fe”. Esa intransigencia ante la convicción intuitiva de una “Verdad” asoma, por encima de todas las otras disidencias, como la sustancia que une a los protagonistas en el punto de convergencia de las vanguardias históricas de principios del siglo XX.
[Como lectura complementaria, véanse en el archivo digital ICAA los siguientes textos: “La escultura policromada: así lo presentó ante el mundo artístico el mexicano David Alfaro Siqueiros” (doc. no. 1100301) y “A Siqueiros, al partir” (doc. no. 864589), ambos del propio muralista mexicano; y del grabador puertorriqueño Lorenzo Homar “Siqueiros and Trotzky” (doc. no. 825458)].