Este ensayo de Emilio Goyburu periodiza la pintura occidental según su “aspecto estético”, definiendo en ella cuatro “edades” como si procedieran con sentido progresivo. En la edad “primaria” —o su génesis— la pintura jugó el rol de “lenguaje gráfico” subordinado a su “utilización humana”, en su gran mayoría con fines religiosos. Tal “imprecisión estética” fue interrumpida por el Renacimiento italiano, a su juicio, “un fenómeno de gran transcendencia”. Esto da inicio, así, a la “edad filo-naturalista”, cuyo objetivo era “realizar un simulación al máximum de la naturaleza”, sirviéndose tanto de la perspectiva como del claroscuro. A finales del siglo XIX, se dio el paso hacia la “edad plástica”, notoria por su abandono del virtuosismo mimético por “el juego puro” de “los elementos pictóricos con el objeto de conseguir la belleza intrínseca del cuadro”. El autor es de la idea de que el cubismo implica una organización de esta conquista y la pugna por pasar a otra etapa, sin dejar de arrastrar, todavía, una “amarra figurativa” rota finalmente por la obra abstracta y los escritos espiritualistas de Wassily Kandinsky. Ambos señalan “una ética y sobre todo la revelación de un mundo desconocido con enormes posibilidades”. En esta cuarta edad — la abstracta— la “única estipulación incontrastable” implica la creación de un “nuevo universo” hecho, tan sólo, de la “facultad estética” y de “necesidad interior” del artista. En resumen, para Goyburu, la edad abstracta “corresponde a nuestra época y al futuro; que además de medrar en un mundo infinito e infinitamente variado se nivela en rango con las artes más espirituales”.