La ocasión de una carta dirigida en expresión de solidaridad a un poeta encarcelado en San Quintín (San Francisco, California), se presta para mostrar la poética estético-política del grupo nadaísta (1958?70), el cual descree del Estado, de la ciudadanía, de la legislación, de la ciencia y de la moral. El documento denuncia las contrariedades del siglo XX, el momento de la historia humana (“del ‘time is money’, el más corruptor vicio onanista del espíritu moderno”). Los nadaístas vinculan los poderes creativos con la virtud de los vicios y presentan la marihuana como aquello que “estimula un gran poder místico en el hombre… elevación del ser a la más alta cima de su esencia”. Todo ello convierte al artista en un emigrante de la sociedad, cuyas aspiraciones no se compaginan con el movimiento del mundo burgués-poscapitalista, y aparecen entonces como malas u ominosas.
Desde el diálogo platónico de “La república”, el artista había representado en Occidente un peligro para la sociedad. En la Grecia clásica, se le había igualado al loco y al epiléptico; era tenido por semidiós. Al pasar de los siglos, el artista fue ensombreciéndose y perdiendo figura entre los hombres. A principios del siglo XX, cortados los hilos con el determinismo monárquico, el artista había quedado sin papel ni lugar en el dinamismo de la sociedad, antes de acoplarse al nuevo poder regente de la economía mundial que necesitaría —como los poderes hegemónicos anteriores— de la imaginación logotípica del arte para prosperar: esta vez, bajo la forma de lo que se conoce como publicidad. Las nuevas generaciones de artistas, desde las primeras décadas del siglo XX y casi por mordacidad, habían procurado ahondar el abismo entre arte y sociedad. El artista se presentaba a sí mismo como el veneno de la polis, el sujeto de la especie distinto por placer, dada su genialidad o su patología paranoica o viciosa. Esa actitud caracterizaba las corrientes filosóficas, plásticas y poéticas a lo largo de todo el siglo XX en los países de mayor tensión capitalista (América del Norte y Europa). En Colombia, los nadaístas son, tal vez, los únicos que adoptan como grupo esta vehemencia artístico-delincuencial; lo que representa un hito importante en una sociedad tradicionalmente católica y solipsista.
Los nadaístas estuvieron en permanente contacto con los artistas plásticos de la época y realizaron algunas obras en colaboración, como ocurrió en el Festival de Arte de Vanguardia de Cali (1965) y en la Bienal de Las Cruces, en Bogotá (1962).
El nadaísmo fue un movimiento de raigambre principalmente poética que tuvo lugar en las letras colombianas en la década de los sesenta. A nivel político, defendía la Nada (sartreana) frente a una historia sostenida a partir de reveses y absurdos. Los nadaístas no eran pesimistas, pues creían en el poder —aunque transitorio y reivindicador— del arte, aunque estaban convencidos de que no había una solución efectiva ante las atrocidades del mundo burgués-poscapitalista, todavía hoy crecientemente aplastante. A nivel poético, el nadaísmo inyectaba a la decorosa literatura nacional su merecida dosis de turbulencia lexical y temática con neologismos que desacreditaban a la Academia de la Lengua Española, con préstamos del idioma del mercado internacional, con inversiones simbólicas de lo consagrado y lo tradicional, y con tramas que traían a escena la sexualidad, la delincuencia y el vicio.
El conjunto de documentos nadaístas fue publicado en un número especial de la revista Mito (1955−62) dedicado al nadaísmo en la sección llamada “Documentos Nadaístas”. Este documento guarda relación con el de “Amílkar U.” [Osorio Gómez] titulado “Manifiesto poético 1962. Explosiones radioactivas de la poesía nadaísta” [véase doc. no. 1131695]; el de Gonzalo Arango, “El nadaísmo” [doc. no. 1131711]; y “Primera Bienal de Las Cruces” [doc. no. 1131727]. (Deletion: 2)