Marta Traba analiza en este libro los efectos de la creciente influencia que el arte estadounidense ha ejercido en el arte de Latinoamérica durante las décadas de cincuenta y sesenta, y la forma en que los artistas latinoamericanos han sucumbido y resistido los efectos de esta influencia. El poder del arte de los Estados Unidos en Latinoamérica es un preocupante problema porque, según Traba, los movimientos como el expresionismo abstracto, el Pop, Op y los Happenings aparecieron y se desarrollaron en un contexto de centros urbanos sumamente industrializados. La alienación del individuo en el contexto de los Estados Unidos ha transformado el arte en objetos de consumo, por lo que la experiencia de la contemplación del arte ha dejado de ser una experiencia intelectual prolongada (tal y como debería ser, según afirma Traba) y ahora es, más bien, un momento instantáneo de identificación y placer. Los latinoamericanos, que no han experimentado de manera uniforme una industrialización avanzada de la sociedad, no están caracterizados por el consumismo o la alienación. En los capítulos tercero y cuarto, la autora examina detalladamente cómo, durante los años sesenta, los artistas latinoamericanos sucumbieron o resistieron la influencia del arte estadounidense. Tras calificar el arte contemporáneo latinoamericano como “cerrado” o “abierto”, Traba sostiene que el primer tipo, a pesar de su desenvoltura en el lenguaje y los modismos internacionales, se ocupa del tiempo subjetivo, mítico, cíclico y repetitivo. Como ejemplos cita los trabajos de Andrés Obregón, Alejandro Botero y José Luis Cuevas, entre otros, junto con el desarrollo de, por lo general, obras neofigurativas y el renacimiento del dibujo en la región. Traba yuxtapone este tipo de trabajos con ejemplos de arte “abierto”, y entre ellos los recientes avances de la abstracción geométrica en Buenos Aires, el arte cinético público en Caracas y los Happenings de Marta Minujín en Buenos Aires, que en su conjunto reducen la experiencia del arte al mero consumismo. Traba termina recordando a los lectores que al imperialismo cultural de los Estados Unidos de los años sesenta le acompañaba el domino político, y como ejemplo de ello las acciones emprendidas en el plano real contra de la independencia de República Dominicana (1965) y de Cuba (1959).