En la visión que el escritor venezolano Julián Padrón hace de la obra del pintor y escultor Francisco Narváez se descubre una similitud en comunes valores nativistas, acordes con los que el escultor cultivaba; en otras palabras, aquellos que reelaboran, más allá del costumbrismo romántico, las formas y motivos que particularizan el entorno natural y social del artista, sobre todo al recrear el ambiente de su isla natal, Margarita. El crítico capta con enorme sutileza la diferente manera de resolver sus composiciones, ya sea pictóricas (entre lo formal y lo ideológico) o bien escultóricas (“la gracia ingenua”), ambas reveladoras, a juicio de Padrón, de un “humanísimo concepto de arte nuevo”. No es casual el hecho de que el artista, tempranamente, entre en relación con otros intelectuales de la vanguardia literaria, con Arturo Uslar Pietri, crítica con Alfredo Boulton o arquitectónica con Carlos Raúl Villanueva; todos ellos involucrados en un nacionalismo cultural modernista, deudor de los formalismos de las primeras décadas del siglo XX.
Padrón dedicará al artista un segundo artículo (“Francisco Narváez”), un mes después de la exposición aquí reseñada, y que será igualmente recogido en su Obras completas (México D.F.: Aguilar ediciones, 1957); ambos se reprodujeron en la obra compilada por Roldán Esteva-Grillet, Fuentes documentales y críticas de las artes plásticas venezolanas (2001).