En este texto, Robert C. Smith compara las grandes novedades en la pintura latinoamericana desde la década de veinte con la mediocridad del arte latinoamericano de la época colonial y el siglo XIX. En el primer tercio del texto, Smith critica tanto la pintura colonial como la del siglo XIX por haberse derivado de las escuelas europeas. La pintura colonial mexicana, por ejemplo, siguió principalmente los modelos español y/o flamenco. La pintura colonial fue algo mejor en Perú, donde la sensibilidad inca se hizo presente en los retablos, mientras que la arquitectura colonial mexicana mejoró también gracias a influencias aztecas de los artesanos “nativos”. El academicismo fue la norma dominante del siglo XIX, y los “indígenas” fueron pobremente representados en las “banales” pinturas alegóricas de dicho período. Todo esto cambió con la Revolución Mexicana cuando los muralistas, a juicio de Smith, rechazaron el arte europeo y reactivaron las formas del arte maya y azteca. La influencia de México se difundió por otros países, como en Perú, aunque tomaron diferentes formas en aquellos países que carecían de “consolidadas tradiciones de arte indígena”. En los países con poblaciones de origen afro, la influencia del “negro” se constituyó como fuente y origen, y se torna evidente en los trabajos del brasileño Candido Portinari (1903-62). No obstante, tal y como señala Smith, en los países sin fuentes originales —como en el caso de Chile y Argentina— es donde desafortunadamente permanece la tradición europea. Smith termina recordando a los lectores que los artistas “(…) de Latinoamérica han logrado lo que nosotros, en los Estados Unidos, no podemos afirmar que hemos conseguido”.