A mediados de la década de 1910, el escritor Oswald de Andrade (1890?1954) identifica una cierta “agitación” entre el medio pictórico de São Paulo. Todo gira en torno al Pensionato Artístico, programa del gobierno del estado que concedió becas de estudio en Europa, subvencionando durante casi veinte años tanto a artistas plásticos como a compositores musicales. Sin embargo, el autor pone el dedo en la llaga de una ausencia básica: la carencia de una pintura que sea del todo nacional, “brasileña”; esta, según su prescripción de cuño plástico, estaría volcada hacia los “recursos inmensos del país, de sus tesoros de color y de luz”. En su opinión, la excepción a la regla, hasta ese momento, había sido el pintor [José Ferraz de] Almeida Júnior (1850?89), artista que se dio a notar por pintar el paisaje y el cotidiano del hombre rural de São Paulo. De hecho, Almeida Júnior había trabajado sus obras con inevitables herencias del realismo francés, valiéndose de una paleta de colores claros, luminosos y pinceladas más libres; con ello distanciándose, en ciertos aspectos notables, de la pintura de tenor académico que se practicaba asiduamente en el Brasil de entonces. No obstante, para Oswald, todavía faltaban pintores que, “al incorporarse a nuestro medio y a nuestra vida”, operaran a partir de los “más variados modelos escénicos, los más diversos tonos de paleta, los más expresivos tipos de vida trágica y opulenta de nuestro vastísimo ‘[h]interland’” (interior del país). En fin, pintores enriquecidos que pudieran combinar el aprendizaje exterior con la experiencia local. En el fondo de las palabras del autor subyace ya lo que será, en la década siguiente de 1920, uno de los postulados vertebrales del “modernismo” brasileño. Ahí radica la importancia pionera del presente documento.