La presencia de travestis, homosexuales o lesbianas no eran ajenos a la sociedad porfirista. Implícita en la historia y en el rumor popular, entre una atenta lectura de la literatura hay una velada presencia de la diversidad sexual que, como río subterráneo, recorría el siglo diecinueve. En palabras de Carlos Monsiváis (1938-2010): “ser Decente y poseer Buenas Maneras fue algo más que una amnesia fabricada, algo más que la arrogancia que se improvisa un pasado e inventa las tradiciones que le acrediten y la legitimen”. Ante la complacencia de los iguales se pueden asumir bajo la máscara, retar sin peligros. Son ricos y poderosos, dueños de haciendas y vidas: ¿por qué no intentar bailes íntimos, lejos de la máscara de las buenas costumbres, cercanos a la perdición pero atrayentes a la tentación? Algo semejante, aunque fuera del periodo estricto de los carnavales, resulta ya imposible luego del baile de Los cuarenta y uno. En palabras de José Joaquín Blanco en su obra Función de medianoche (1998): “al perderse en la masa citadina el homosexual gana libertad, siempre y cuando tenga el nivel de vida suficiente para moverse sin terror en lugares clandestinos, para pagar las altas cuotas de los lugares y las costumbres toleradas mediante la extorsión evidente o velada y, ante todo, para sentirse con derecho a vivir su vida de un modo diferente. Por ello en siglos pasados, sólo unos cuantos artistas, aristócratas o burgueses pudieron darse ese lujo”. Años más tarde, a través de retratos y caricaturas, artistas como Diego Rivera (1886-1957), José Clemente Orozco (1883-1949) y Antonio Ruiz (1897-1964) tanto ridiculizaron cuanto atacaron el afeminamiento de cierto sector de la cultura en México.