El texto, cargado de ironía y de epítetos destemplados, evidencia el profundo desprecio de David Alfaro Siqueiros (1896-1974) por la producción estética que denomina “democrático-burguesa-liberal”, así como su malestar por el culto a la velocidad que ésta entraña aunado a su iniciativa de “hacer lo que pueda, como se pueda”. En el contexto del crecimiento urbano de la Ciudad de México, el autor enfoca sus baterías contra lo que considera máxima degradación arquitectónica: obras impulsadas por el individualismo “pequeño-burgués”, cuya razón de ser implica la exhibición del estilo. Obras que son de material efímero y factura improvisada, atienden a lo ornamentalmente inútil; no son coherentes con la función intrínseca de la construcción (asociada a la vida cotidiana, la salud y la educación estética) ni con la naturaleza de la materia y “roban” los estilos europeos, ajenos a las características geográficas mexicanas. Al principio estilístico se opone el de la lógica basándose, exclusivamente, en presupuestos materialistas y en un determinismo geográfico que no admite objeciones. Además, a la par que se sataniza a los arquitectos e intelectuales pretendidamente vanguardistas (cuyos nombres se omiten, pero se sobreentienden), el escrito idealiza al maestro de obras anónimo del pueblo, el cual, se presume, es guiado por un sentido común, una lógica intuitiva y una experiencia que, a juicio de Siqueiros, son los únicos causantes de que los edificios no se derrumben. Finalmente, desde su perspectiva, sólo la utopía revolucionaria homogeneizadora purificará a la humanidad y sus creaciones. Pero, mientras eso ocurre, con un sentido asaz platónico, señala que los funcionarios deberán aceptar la colaboración técnica disponible y más inteligente (ajena a la mediocre intelligentsiaexhibicionista). Incluso, los artistas pagados por el pueblo, que trabajen con ellos, no deberán ser “serviles” ni “sentimentalistas afeminados”, sino que tendrán que cumplir con su función: por supuesto, la que Siqueiros les ha señalado.