El dossier, además de un número importante de documentos y fotos, incluye un extenso artículo sin firma, que se inicia presentando la ubicación y las posiciones de “los artistas más audaces de su propio país (...) y uno de los equipos más brillantes del mundo”, los cuales han logrado “una nueva síntesis entre lo político y lo cultural”. Más allá de algunas imprecisiones o exageraciones en el relato de los hechos, se trata, sin duda, de una de las lecturas más certeras en reponer la complejidad del proceso de 1968. Denuncia —además— cierto cerco de silencio internacional en torno a Tucumán Arde, por su desvinculación del mercado de arte, con lo que se coloca a los artistas argentinos en una posición similar a la de artistas conceptuales brasileños como Hélio Oiticica y Ligia Clark. El artículo resume la intención de los argentinos en la pretensión de superar el viejo dilema entre la investigación pura y la acción política, en un contexto en el que las especulaciones intelectuales no pueden aislarse “cuando es la idea misma de las relaciones humanas la que está siendo cuestionada por la humillación permanente y la degradación física que golpea a los más desposeídos”. Se diferencia también de aquella opción de persistir operando en torno al museo con una respuesta en clave realista socialista: porque “contestar desde la vitrina es también ser parte de la vitrina” y porque el “cuadro-slogan” postula un espectador menor, lobotomizado, pasivo. “La contribución de los medios de comunicación es un principio esencial para los argentinos”, señala el artículo, aunque sin duda exagera sus alcances masivos: “un millón de ciudadanos han tomado gracias a ellos conocimiento de un escándalo social y sus causas”. De acuerdo a esta lectura, el relevamiento de la información tendría un efecto de concientización sobre los mismos entrevistados en el terreno (Tucumán), además de los alcances de la denuncia a nivel nacional. La acción concertada y simultánea en varios puntos (campañas, viajes), a la vez, posibilitaría “crear un acontecimiento”.
El artículo finaliza insertando Tucumán Arde en la evolución reciente del arte internacional, en la que coexistirían tres conceptos de arte: el arte como metafísica, el arte como lectura de lo real y el arte-praxis. En este último movimiento estarían inscritos los argentinos: “Ellos constatan que los conceptos de movimiento, de proliferación y de indeterminación de la obra, la proyección de ésta fuera del espacio cultural, la autonomía creciente del espectador, han arrastrado estos últimos años la experiencia artística sobre un terreno ambiguo donde lo social y lo cultural se mezclan. Acentuando este proceso, se han vuelto a encontrar en pleno corazón de la política”. Si los constructivistas, a lo largo de tres generaciones, “han despojado la investigación artística de sus tufos idealistas” y “han probado que el arte no está muerto”, las nuevas generaciones superan esta investigación y se plantean “ser los hijos de Mondrian pero también los de Marx”. Pareciera que “el mundo artístico tomara conciencia de cierta urgencia y desplazara su campo de actividad de un ‘polo frío’, la investigación de laboratorio, hacia un ‘polo caliente’, la experiencia en vivo, la lucha concreta contra el imperialismo”. A partir de este tipo de intervención artística, se abriría “una fisura geológica” entre el arte del consumo, la civilización de la mercancía y su “arte del tener”, y los valores del “arte del hacer”: “la acción colectiva y masiva, la no propiedad, la espontaneidad, la toma directa sobre lo real”.
En el marco de esta laudatoria reconstrucción, el artículo de Robho plantea desde París dos límites o discusiones a los artistas argentinos. La primera, en cuanto al diseño de la obra, que dejó libradas ciertas zonas a la indeterminación, lo cual quitó al esquema algo de su legibilidad. La segunda crítica es una toma de distancia en cuanto a la posición expresada por los argentinos acerca de los desarrollos experimentales que los precedieron, a los que (des)califican como “abstracciones y sutilezas”.