León Ferrari escribe una pormenorizada evaluación de Tucumán Arde enmarcándolo en los sucesos previos (el Itinerario del ‘68). En ella, señala que “su propósito era hacer del arte una herramienta revolucionaria, usar el arte para hacer política, participar con su profesión en el proceso de liberación de nuestro país”. Dentro de las cuestiones negativas a señalarse de la obra, el artista resalta que Tucumán Arde fue usado como plataforma de lanzamiento del arte conceptual, además de manifestarse el individualismo de los participantes, lo cual produjo la temprana disolución del grupo. Además, no se llegó a desarrollar un nuevo lenguaje “con y desde los explotados” (subrayado en el original), siendo que la repercusión de la obra en el nuevo público (el pueblo explotado) no respondió a las expectativas y planes trazados, a causa de la inmediata clausura policial.
En coincidencia con el artículo “Límites de lo legal”, aparecido en la (anti)revista Sobre nº 1, Ferrari considera que el grupo “no pudo articular nuevos mecanismos de comunicación, nuevas formas de llegar hasta quienes se había propuesto llegar”. Esas “nuevas formas” serían las siguientes:
* la creación estética como acción colectiva y violenta. * el arte revolucionario es un arte total (porque integra todos los elementos que conforman la realidad humana), un arte transformador (de las estructuras sociales) y un arte social (porque destruye los esquemas culturales y estéticos de la burguesía, integrándose a las fuerzas revolucionarias).
A pesar de señalar esas críticas o límites, Ferrari rescata como efectos positivos el logro de la concientización política de una treintena de artistas, la difusión de la denuncia de la crisis tucumana, y los aportes teóricos (a través de documentos, manifiestos y discusiones) al complejo problema de las relaciones entre arte y política. Concluye afirmando que Tucumán Arde tuvo un enorme impacto sobre la vanguardia vinculada al Instituto Torcuato Di Tella, provocando su crisis final (a su juicio, “fue un certero cañonazo”).