A finales de los años cuarenta, las obras de Tamayo, aunque ancladas en la relación indisoluble entre lo moderno y lo tradicional, denotaban cambios importantes. Aparecían figuras en movimiento que se conectaban con el universo y el infinito. Frente a la confrontación mundial entre figuración y abstracción, las pinturas de Tamayo fueron objeto de admiración y sorpresa, aunque también de rechazo y desprestigio. Mientras que, en Europa, los críticos y el público reconocían la originalidad en su obra, en México la catalogaban como “extranjerizante”, “purista”, “abstracta”, “sin contenido social” y “burguesa”.
El crítico de arte Antonio Rodríguez (1909-93), fiel defensor de la pintura política, publicó una serie de artículos en los cuales reprobaba a Tamayo, en un tono agresivo, por que representaba al arte deshumanizado, abstracto y ajeno al pueblo. Hacía una fuerte crítica a su tendencia estética; opinaba que este pintor realizaba un arte casi abstracto, “no objetivista”, de “formas puras”, despojado voluntariamente —o quizá también por inconfesada limitación— de cualquier idea y de todo sentido social. Rodríguez se encargó de encontrarle terribles defectos a la obra de Tamayo. Afirmaba que no había dejado de ser mexicana, sobre todo en lo que se refiere al color, pero que su pintura estaba irremediablemente contagiada por las teorías y la producción de la llamada Escuela de París.