Diego Rivera sostiene que la crisis de la pintura en México es una invención. Bien sea de los literatos para tener el pretexto de hacer libros, o bien de los críticos para poder tener material para enviarles a sus editores, incluso de algunos pintores consagrados anhelantes de que todos los demás pertenezcan a un ejército bajo su mando. A su juicio, la pintura es un espejo de los procesos históricos, y si bien refleja los momentos de crisis, no lo hace a través de la calidad estética o del talento de los pintores. Para ejemplificar su idea comenta el caso de Goya, quien produce una obra genial en un momento decadente de la monarquía española. Rivera señala que la crisis que sufre México no puede afectar la calidad de la pintura y anota que de las tres generaciones que trabajan en ese momento, la segunda —para no ser acusada de orozquista, riverista o siqueirista— se convirtió picassista, chiriquista y kandinskysta. La tercera generación, indica, se da cuenta de este error y vuelve su mirada hacia el arte feminoide y encantador de la pequeña burguesía mexicana del siglo XIX. Sin embargo, el pintor resalta que dentro de esta última existe un grupo de artistas jóvenes que regresan a la alegría de pintar la luminosidad del sol y del color reconociendo como animadora de ellos a Frida Kahlo. Esta, para Rivera, es la pintora que pertenece a la más genuina y espontánea generación de México; la cual, con todas sus características, podría hacer que el país sobreviva y construya su nacionalidad. El muralista anota que dentro de este pequeño grupo también se encuentra Juan O’Gorman. Rivera narra el proceso de los primeros murales de 1921, la formación del Sindicato de Pintores, Escultores y Grabadores y su importancia histórica. Finalmente, el texto afirma que el contenido ideológico es la sangre de toda obra de arte; sin embargo, advierte que éste, por eficiente y bueno que sea, no salva a la mala pintura.