El interés de esta nota crítica de Roberto Guevara es tornar evidentes tanto el vigor que alcanzó en la Venezuela petrolera la acción cultural del Estado aunado a la empresa privada, así como las contradicciones en las que se diluyó la política cultural oficial de diferentes gobiernos democráticos. La nota consta de dos secciones bien delimitadas. En la primera, Guevara denuncia la inestabilidad e ineficiencia del organismo oficial del Estado para los asuntos culturales (el INCIBA), incapaz de cumplir sus promesas, en este caso, organizar una exposición retrospectiva y un estudio monográfico para los artistas distinguidos con el Premio Nacional de Artes Plásticas, cuya primera entrega le fue otorgada a Carlos Cruz-Diez en 1971. El autor subraya, sin embargo, que pese a la ineficiencia del INCIBA, el Estado mantuvo una política cultural mucho más activa que la de su organismo oficial. Se valió de otros institutos y empresas del Estado en colaboración con la empresa privada, lo cual se tradujo en considerables proyectos culturales; entre ellos, la extensión del Museo de Bellas Artes en Caracas y el Museo Jesús Soto en Ciudad Bolívar financiado por la Gobernación del Estado Bolívar y la CVG (Corporación Venezolana de Guayana). Se destaca, además, la participación de otras dependencias estatales y de la iniciativa privada en el financiamiento de grandes proyectos urbanos y arquitectónicos donde participaron los artistas venezolanos, esencialmente los cinéticos.
La segunda sección se detiene en una de las más felices iniciativas de este espíritu innovador: la creación de la Sala Cruz-Diez en la extensión este del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Fue instalada en los espacios de CADAFE (Compañía Anónima de Administración y Fomento Eléctrico) y financiada esencialmente por este instituto, junto a numerosos aportes de la empresa privada. Se describe esta Sala constituida por una especie de vestíbulo con la “obra plana” del artista (Inducciones y Colores aditivos), a la que se suma lo que el crítico denomina dos “cámaras de ambientación”, invitando al espectador a participar plenamente en la realización participativa de la obra. Se trata de una Cámara de cromosaturación, destinada a presentar el color puro (casi fisiológico) e invitando al espectador a enfrentar sensaciones cromáticas puras, sin referencias ni disputas entre un color y otro. Guevara pone así en evidencia el no conocer a fondo esta propuesta del artista donde, por el contrario, interesan particularmente todas las interacciones que ocurren en el pasaje de una zona cromosaturada a otra. Se incluye un Ambiente cromointerferente, creando no ya una obra, sino una experiencia abarcadora de todo el recinto disponible, lo que constituye (a su juicio) el verdadero acontecimiento de la Sala Cruz-Diez. Una vez más, la nota torna evidentes las limitaciones del crítico, quien se describe fascinado por los efectos de la experiencia cromática instalada, sin indagar profundamente en sus objetivos.