En la nota informativa de El Nacional —periódico donde Cruz-Diez trabajó, en sus inicios, como ilustrador y diseñador gráfico para sus páginas culturales— puede leerse parte de las razones que harían crecer en el país (particularmente en los medios intelectuales de izquierda), la idea de que los cinéticos se habían convertido en artistas “oficiales”, promovidos por gobiernos militares y/o democráticos “de derecha”. En este caso, porque el Premio Nacional de Artes Plásticas, un galardón consacratorio, era entregado por el propio presidente de la República, Rafael Caldera (1969-74), miembro fundador del Partido Social-Cristiano (COPEI), sin duda uno de los partidos más conservadores del país.
Sorprende verlo en la página junto a uno de los artistas que lo antagonizaron con mayor encono, Oswaldo Vigas (a la derecha de la imagen), ferviente defensor de un arte nacional y de teorías identitarias, ostensivamente contrarias a la abstracción-geométrica y al universalismo que ésta entrañaba. La distancia que se observa entre ellos debido al gesto de Cruz-Diez (con los brazos cruzados) hablan en lenguaje corporal, para quienes sabían, de la animadversión reinante: Vigas atacándolo sin cesar por su internacionalismo y Cruz-Diez calificándolo de artista local y retrógrada.
Se hace referencia a uno de los proyectos educativos que fueron una constante en Cruz-Diez: la creación de un centro de enseñanza para los artistas plásticos donde las reglas estéticas predominantes en la academia venezolana fueran reemplazadas tanto por nociones de eficacia estética como por una formación técnica rigurosa. Lo denominan Taller Experimental de Arte; a juicio de Cruz-Diez se trató siempre de un centro de estudios estéticos donde el diseño gráfico e industrial participarían plenamente. Gracias a su considerable exigencia técnica, el diseño gráfico e industrial le parecían más adecuados para sacudir el empolvado estetismo académico que Cruz-Diez veía como traba mayor ante el desarrollo de cualquier actividad artística realmente creativa. Para él, un artista verdaderamente creador no operaba en función de “la belleza” (considerada siempre como producto de convenciones estéticas heredadas), sino en función de problemas plásticos incesantes a los que debía encontrársele una respuesta eficaz. El proyecto era capaz de brindar una solución históricamente válida generando, así, una estética propia, característica de su tiempo.