Pedro Figari (1861–1938) desarrolló distintos frentes del activismo cultural como el filosófico, periodístico, pedagógico, jurídico, político y artístico. Bregó por el desarrollo de un humanismo universal que incluyera, y partiera, del conocimiento empático del propio acervo cultural regional traducido en tradiciones, naturaleza y sociedad. Cuando escribe este ensayo ya era un reconocido abogado penalista, célebre por el “Caso Almeida” (a finales del siglo XIX); había bregado por la abolición de la pena de muerte (lograda en 1907), y había planteado nuevas ideas programáticas para la enseñanza industrial (en 1910). Cabe agregar un hito en su trayectoria intelectual: la publicación de su ensayo filosófico “Arte, Estética, Ideal” (1912). Por otra parte, su crítica a las opciones estéticas del gobierno en materia urbanística aparece en varios artículos periodísticos a inicios del siglo XX. Añádase su tenaz oposición a la construcción del Palacio de las Leyes (sede del Parlamento) bajo un proyecto arquitectónico monumental, ecléctico, con un pomposo neoclasicismo y de altísimo costo para los magros recursos del Estado uruguayo, frente al déficit en la edificación de escuelas.
En el artículo “Un poco de crítica regional”, Figari arremete con sus posturas contrarias a una “extranjerización inconsulta” tanto de las preferencias estéticas como de las costumbres, si se considera que su propuesta de crear una “tradición” cultural local (prácticamente inexistente) pasa por la adaptación selectiva de conceptos ambientales y criterios productivos foráneos. A su juicio, no por la mera imitación de modelos (caducos) que en sus países de origen resultan ya “contrarios a la evolución”.
No deja de ser interesante el concepto de “tradición” en Figari como un conjunto de prácticas y de ideas propias de ciertos países y regiones, afirmando ser improcedente el “ataviarnos con una tradición ajena”, la europea. En otras palabras, la imitación resulta de “falta de conciencia propia”. Fundamenta así la necesidad de crear una “cultura productora propia” al elaborar su programa para una Escuela de Industrias en 1910, aplicado en su breve dirección interina de la institución (1915–16) y completado en su informe de 1917. Es el argumento central de su crítica al “gris París” con que Montevideo pretende, según sus palabras, emular a la capital francesa. La monotonía del gris había sido impuesta con decretos departamentales que establecieron normas para el (no aplicar) color en las fachadas y para los pavimentos de senderos peatonales públicos a base de cemento. El pregonar una ciudad “gris conventual” en lugar de una ciudad polícroma es —para el pintor Figari— algo con lo que “vamos derechamente a la caricatura”. Critica de manera implacable el tratamiento urbano del espacio público y la carencia de una planificación. Señala la importación de “monumentos suntuosos”, así como de ambientes que imitan la cultura monárquica de “Los Luises”, subrayando que “caracterizan la antípoda de nuestras tendencias institucionales democráticas-igualitarias”. Esta vinculación casi ontológica que Figari establece entre sencillez constructiva, realismo práctico y régimen democrático igualitario, atraviesa todo su discurso político-cultural entre el inicio del siglo y la década de los treinta.