Para cuando el pintor y critico venezolano Perán Erminy (1929–2018) escribe este texto, en 1965, Pedro Briceño (n. 1931) ya no es joven promesa del arte escultórico venezolano, según lo dicho por Juan Calzadilla años atrás (“Los hierros de Pedro Briceño”, Museo de Bellas Artes, 1959), sino un artista hecho. Erminy lo califica de gran valor, que cuenta ya con una larga, meritoria y fecunda carrera dentro del mundo de la escultura venezolana del siglo XX, llegando incluso a compararlo con Francisco Narváez. A pesar de que, poco a poco, surge una nueva generación que renueva la escultura abstracta en el país, Erminy considera que ninguno de sus exponentes ha alcanzado la seguridad y maestría de Briceño; su evolución se ha gestado sin sufrir cambios o rupturas abruptas, y su producción está hecha con una regularidad sistemática, rigurosa y exigente.
A nivel crítico, trátase de un texto de valor ya que en él se refleja la opinión generalizada que se tenía acerca del poco impulso brindado a la escultura, y se utiliza la producción de un artista para ejemplificar el panorama desalentador del género escultórico en Venezuela a mediados del siglo XX. Es una crítica abierta a la falta de estímulo (recompensas y reconocimientos) que le han sido negados inexplicablemente a Briceño a lo largo de su fecunda carrera. E incluso ha llegado a afectar la estética de su producción, ya que mucha de la sencillez y simplicidad de sus obras deriva de la economía de medios a la que debía restringirse el artista.