El texto del crítico Juan Calzadilla (n. 1931) focaliza la obra del artista venezolano Emilio Boggio (1857?1920), de tal forma que permite comprender al pintor más allá de la faceta impresionista, sin duda la más conocida. Empieza por recordar su etapa académica anterior a 1900, y subraya que el mismo Boggio tenía poco interés en su obra de entonces. Es algo bastante comprensible, pues se dedicó a buscar la modernidad (“a toda costa”), a diferencia de los otros venezolanos: Emilio Mauri (1855–1908), Antonio Herrera Toro (1857–1914), Cristóbal Rojas (1860–90) y Arturo Michelena (1863–98), con los que Boggio se relacionó en París. Interesa establecer estos vínculos como los plantea el crítico, ya que, debido al conocido trabajo académico sobre estos cuatro pintores, no es frecuente relacionarlos con un artista que, como Boggio, fue conocido como impresionista. Se puede caer en la ligereza de concluir que son artistas de épocas diferentes, y en lo que se diferencian es que transitaron por diferentes caminos, en la misma época y en la misma ciudad. Otro aspecto interesante que revela Calzadilla es el trabajo solitario de Boggio; su capacidad de desarrollar una autonomía expresiva, capaz de deslindarse poco a poco de lo innecesario: el academicismo, los salones (a pesar de que participa en numerosas ocasiones), y hasta las tertulias. Calzadilla pone en destaque la visita de Boggio, ya anciano y enfermo, a Caracas en 1919, describiendo la conmoción que sus obras causaron en el medio artístico capitalino, ávido de enterarse de lo que era el impresionismo a través de obras originales. Falta, quizás, hacer un estudio del otro extremo de la balanza: mientras Boggio pintaba paisajes en el ocaso de su vida y Caracas se deslumbraba con ello, hacía ya doce años que Pablo Picasso (1881–1973) había pintado Les Demoiselles d’Avignon [Las señoritas de (la calle) Avignon], y nueve años de la acuarela abstracta de Wasili Kandinsky (1866?1944).