El indigenismo pictórico tuvo su auge en el Perú entre las décadas de 1920 y 1930, y se inserta en un movimiento cultural e ideológico más amplio, centrado en la redefinición de la identidad peruana en función de sus componentes autóctonos. Si bien en determinados momentos estuvo principalmente abocado a la revaloración de lo indígena, también asumió la defensa de la diversidad étnica del país. Su principal ideólogo y líder indiscutido fue José Sabogal, en cuya propuesta inicial influyeron los pintores regionalistas de España y Argentina, países donde el pintor pasó sus años formativos. Desde la docencia y posteriormente, bajo la dirección de la Escuela Nacional de Bellas Artes, Sabogal formó a un importante grupo de pintores que se adherirán al movimiento indigenista, entre ellos, Julia Codesido, Alicia Bustamante, Teresa Carvallo, Enrique Camino Brent y Camilo Blas. Si bien Mario Urteaga no perteneció al grupo indigenista liderado por Sabogal, su obra se enmarca genéricamente en esta tendencia. Sus inicios artísticos tienen lugar, de manera autodidáctica, en Cajamarca, su ciudad natal. Entre 1903 y 1911 radica en Lima y a su regreso a Cajamarca inicia una intensa labor periodística para el diario local El Ferrocarril, abordando temas de ciencia, arte y política. Es hacia 1920 cuando empieza a realizar sus cuadros de temática indígena y en 1923, alentado por su sobrino Camilo Blas (pseudónimo de Alfonso Sánchez Urteaga), reconocido pintor indigenista del grupo de Sabogal, afirma su interés por los temas vernaculares. Si bien durante la década de 1920 va a realizar principalmente obras costumbristas con predominio de personajes urbanos cajamarquinos, en la década de los treinta su pintura va a prescindir de cualquier escena estrictamente criolla, presentando imágenes de completo protagonismo indígena, en las que las figuras de los campesinos resaltan enmarcadas por un concepto idealizado del paisaje, casi siempre diurno.En 1934 Urteaga realiza su primera exposición en Lima, en los salones de la Academia Nacional de Música Alcedo, siendo ya un pintor maduro. La muestra fue bien recibida por la crítica y el público debido a que sus escenas campesinas se consideraron como representativas de los ideales del indigenismo: el aliento “clasicista” de sus composiciones ayudaba a resaltar la idea de un universo cultural andino sin contradicciones y ajeno al paso del tiempo (Véase: G. Buntinx y L. E. Wuffarden. Mario Urteaga: nuevas miradas. Lima: Fundación Telefónica-MALI, 2003). Asimismo, su obra también fue interpretada desde la óptica de la modernidad internacional al encontrarle similitudes con el movimiento del arte naif, siendo incluso comparado con su máximo representante, el pintor francés Henri Rosseau. En 1937 realiza su segunda exposición en Lima, la que significó su consagración definitiva con el elogio unánime de la crítica especializada. Sin embargo, la poca atención prestada a su tercera exposición (1938) y la cancelación de una nueva muestra que venía preparando, se habría debido a la cada vez mayor oposición de los artistas locales al indigenismo. De hecho, hacia mediados de la década de 1930 comenzaba a articularse una fuerte postura crítica local hacia esa tendencia, percibida como oficial y excluyente, y que desencadenaría el alejamiento de Sabogal de la ENBA (1943). Esta actitud se radicalizaría a fines de la década de 1940, cuando se gesta un movimiento de vanguardia modernista que daría paso a introducción del arte abstracto, confrontando a aquellos que abogaban por una identificación del artista con su sociedad y los que postulaban que el hecho artístico debía imponerse por encima de cualquier circunstancia. En aquel contexto de renovación y polémica, se produjo la exposición en homenaje a Urteaga organizada en agosto de 1955 por el Instituto de Arte Contemporáneo (IAC), entidad promotora del arte moderno en el Perú fundada poco antes. La presencia del artista en Lima y el reconocimiento consensual de su obra fueron interpretados de manera radicalmente distinta por los partidarios de la abstracción y la figuración. Ello se evidenció en los discursos pronunciados en aquella ocasión por el pintor indigenista José Sabogal, el artista abstracto Fernando de Szyszlo y el muralista Teodoro Núñez Ureta. Así, Sabogal reivindicó en Urteaga su sentido de lo local y de lo propio, en relación con su natal Cajamarca, donde se circunscribe lo definitivo de su obra. Szyszlo, por el contrario, centra su comentario principalmente en los valores formales y no en la temática local de su obra. En evidente respuesta a Szyszlo, Teodoro Núñez Ureta consideró que la obra del homenajeado no puede ser apreciada bajo simplificaciones primitivistas o especulaciones estetizantes, pues su finalidad es ser el más auténtico intérprete de lo indígena. Todas estas lecturas, sin embargo, no tenían en cuenta la complejidad de la pintura de Urteaga. Como señala Buntinx (ídem: 49), ella constituye “una manifestación periférica pero de sofisticaciones propias, entre las que prima cierta inspiración clásica: las tradiciones coloniales, republicanas y populares que por momentos parecen converger con la obra de Urteaga están articuladas a un canon europeo y renacentista, no importa cuán distorsionado por las revistas y estampas que constituyen la fuente principal de su museo imaginario”.