La valoración patrimonial de los inmuebles y muebles históricos en Colombia es relativamente reciente. A través de la ley 47 de 1920 se reglamentó un marco normativo para los bienes del patrimonio cultural colombiano. Aunque hasta la década de los veinte, los centros históricos del país se habían mantenido prácticamente intactos desde el período colonial, lo cierto es que la modernización del Estado, el crecimiento de la economía cafetera, la industrialización, la construcción de obras públicas y el crecimiento urbano (todo impulsado por la “danza de los millones”; es decir, el dinero pagado por los Estados Unidos como indemnización a Colombia a raíz de la separación de Panamá) fueron elementos que empezaron a cambiar lentamente la fisionomía de las ciudades.
Algunos artistas de la primera mitad del siglo XX, como Ricardo Moros Urbina (1865−1942), fueron conscientes de esta época de grandes cambios en las estructuras urbanas de la sociedad, y procuraron defender, a través de varios artículos de prensa escritos con carácter pedagógico, el patrimonio cultural nacional (en una época en que su valoración era incipiente).
Tal es el caso del Claustro de Santo Domingo, uno de los dos edificios importantes del período colonial demolidos durante la primera mitad del siglo XX en Bogotá (junto con la Iglesia de Santa Inés, demolida en 1957 para ampliar la Carrera Décima). Moros Urbina participó como coautor del análisis reseñado, apoyado por la Academia Nacional de Historia: el Claustro fue valorado en sus dimensiones arquitectónica, artística e histórica. En 1938 y a pesar de sus esfuerzos, el Gobierno decidió convertir la manzana ocupada por el Claustro en sede de varios ministerios públicos. La decisión fue apoyada por el presidente de la República, Eduardo Santos (1938−42) y, hacia 1947, la edificación fue completamente demolida.
Este interés de Ricardo Moros Urbina por el patrimonio arquitectónico colonial no surgió atado necesariamente a una conciencia plena sobre la necesidad de conservar el patrimonio cultural en sí mismo. Más bien, podría entenderse que la toma de conciencia sobre la conservación del patrimonio colonial resulta del marco de la vertiente filo-hispanista —instaurada por el artista y gestor cultural Alberto Urdaneta (1845−87) y continuada por el pintor y crítico de arte Roberto Pizano (1896−1929)— de la cual Moros Urbina hizo parte como artista plástico y como crítico. Esta vertiente, propulsada por algunos sectores intelectuales de Colombia en tiempos de la hegemonía conservadora (1886−1930), necesitaba del mundo hispánico colonial para sostenerse, para configurarse como tradición. Por ello, es entendible la defensa de un pintor como Moros Urbina sobre este tipo de patrimonio, siendo importante ver cómo se entrecruzan los intereses del Moros Urbina pintor (afincado en el costumbrismo y la llamada “españolería”) y el Moros Urbina crítico (defensor del patrimonio arquitectónico hispánico).