Los últimos años de la década de cuarenta han sido reconocidos como un momento de intensa actividad por parte de los artistas y críticos que consolidaron el arte moderno en Colombia. Este texto da cuenta de ello, de una manera privilegiada, al mostrar la opinión de uno de los artistas más representativos de la modernidad en el país —Alejandro Obregón Rosés (1920-92)— sobre la exposición de otro de igual importancia —Enrique Grau Araújo (1920-2004)—, cuando ambos iniciaban sus carreras, tras haber regresado de viajes al exterior en la primera mitad de la década; el primero a España (Cataluña) y el segundo a los Estados Unidos (Nueva York).
Cabe resaltar también que la crítica en este artículo cuenta con la perspectiva especializada del artista, por lo que se enfoca en problemas técnicos y pictóricos desde una visión de alguien que comparte el oficio y conoce el medio; lo convierte en un texto de profundo contenido documental. Esto permite plantear cruzamientos entre las obras de ambos, que hicieron su primera exposición individual en 1946. Ya para 1948, fecha de publicación de esta nota, habían ratificado su compromiso con el arte moderno mediante la organización y participación en el Salón de los XXVI, realizado en Bogotá, uno de los primeros certámenes de marcado carácter moderno en la historia del arte colombiano.
Enrique Grau nació en Cartagena de Indias. Saltó al mundo del arte en el Primer Salón Nacional, en 1940, donde su Mulata cartagenera obtuvo una mención. Esto le permitió obtener una beca del Gobierno colombiano para estudiar en el Art Students League de Nueva York. Allí, Grau perfeccionó sus conocimientos, al igual que en Florencia, donde pasaría una larga temporada en los años cincuenta. En las décadas de cincuenta y sesenta, su obra se consolidó como una de las más características del arte moderno en Colombia. En los ochenta, vivió a la ciudad de Nueva York y empezó a producir esculturas, último lenguaje explorado en su larga carrera.