En Colombia, la segunda década del siglo XX estuvo marcada, en el medio artístico bogotano, por la importancia de la Escuela de Bellas Artes. Los artistas más reconocidos de ese momento se educaron allí y seguían vinculados a ésta; especialmente, por seguir los parámetros estéticos que se enseñaban y los cuales definían su quehacer artístico. Pintores y escultores, en su gran mayoría, exponían constantemente en la escuela; como es el caso de Ricardo Gómez Campuzano (1891–1981), quien era su director en esa época. El texto pone en evidencia, además, la enorme movilidad que tenían ciertos artistas, el número de exposiciones, la crítica a su obra y en definitiva el liderazgo de algunos de ellos; caso de Roberto Pizano (1896–1929), quien ser convertiría en un maestro rápidamente.
Este artículo lanza fuertes críticas al estado colombiano debido al abandono y escaso estímulo a las artes. Es por demás sabido que —a pesar de la importancia de la Escuela de Bellas Artes—, ésta se mantuvo bajo constantes problemas financieros. Otro punto a señalar de la reseña es el interés que el crítico muestra por la existencia de un arte propio; o sea, por la búsqueda de aquellos trabajos artísticos que recuperen el pasado precolombino. Se deduce, textualmente, que el interés por un artista estaba marcado por su triunfo en el exterior. En el caso de Rómulo Rozo (1899–1964) —radicado en México una época— su decoración en el pabellón de Colombia en la Exposición Internacional de Sevilla le trajo comentarios tan positivos que, al poco tiempo, se convirtió en el artista más celebrado en el país. Las discusiones sobre el arte latinoamericano y sus nexos tanto con “lo nacional” y con “el pasado” estaban en pleno auge y, de alguna manera, Colombia no era ajena a esos discursos.