En este prólogo a la exposición del tallista popular venezolano Antonio José Fernández, llamado “el hombre del anillo” (1927–2006), Carlos Contramaestre (1933–96) —el artista bajo cuyo liderazgo operó El Techo de la Ballena en la primera mitad de la década de sesenta—, se pone en evidencia el interés de la vanguardia más agresiva y cosmopolita del momento, representada por su grupo, en rescatar valores auténticos en la cultura popular; una forma de contrarrestar la tradición culta citadina, más vinculada a las novedades europeas. El autor, si bien menciona a algunos artistas de esa tradición que pintaron espejos en sus obras, desecha ese “origen” en la obra de Fernández (vendedor de verduras y hierbas del mercado de Valera, Estado Trujillo), para enaltecer lo vivo e inmediato de la tradición popular: los “chimbangueles” de San Benito. Podría catalogarse como una evasión típicamente romántica la de Contramaestre, según la idealización de la cultura campesina, e incluso anacrónica., Sin embargo, lo que rescata del tallista-pintor es esa misma capacidad del espejo al incluir a los posibles espectadores de las obras, desde curas y policías hasta banqueros, que en conjunto darían “el rostro sin forma de la humanidad”. El autor fue también “descubridor” de otros artistas populares de la zona de Trujillo tales como Salvador Valero y Josefa Sulbarán, amén de Emeterio Darío Lunar (originario de Cabimas, Estado Zulia). Contramaestre no esconde su interés por el “hombre del anillo” y radica en haber sido el primer escultor popular (tallas policromadas) conocido. El texto ha sido reproducido en el libro póstumo de Contramaestre, Poética del escalpelo (Caracas: Consejo Nacional de la Cultura, 2000).