Una de las críticas que insistentemente aparece en diversas publicaciones de la prensa colombiana de los primeros años de la década de los veinte alude a un par de problemas de base: el desinterés general por las bellas artes y la incomprensión del papel que estas deben jugar en cualquier sociedad civilizada. El escrito es del pintor, crítico de arte y director de la Escuela de Bellas Artes, Roberto Pizano (1) (1896–1929), cargo desde el cual cuestionó la docencia tradicional e impulsó propuestas antiacadémicas, que estimulaba, además, desde las diversas publicaciones donde participó. En este caso, aprovecha la cobertura —más descriptiva que crítica— que se hace de la muestra para enfatizar tales aspectos. La relevancia de la figura de Pizano en el ámbito artístico de Colombia en esa época convalida aún más la significación del problema.
A su juicio, el comportamiento de sus compatriotas ante el arte se limita a aceptar ideas foráneas y valorar la obra por la significación monetaria que pueda obtenerse, aferrándose a intereses materiales y siendo incapaces de ver el valor de las obras, más allá de considerarlas como simple entretenimiento. Hecho que torna inútiles los esfuerzos de ciertos artistas, involucrados en cambiar dicha aberrante situación.
El otro argumento básico implica el papel que reiteradamente se le desconoce al arte; esto es, el de ser una herramienta que, como en otros pueblos, establezca todo un rol civilizador capaz de transformar las costumbres e incluso a la sociedad misma. La incomprensión de tal relevancia lleva a que no se valore el aporte hecho por el arte; el cual, debido a sus adelantos, se ubica por encima de muchos órdenes diversificados de la vida nacional. A juicio de Pizano, las obras expuestas deben mirarse dentro de las limitaciones que impone el ámbito local; en otras palabras, considerando que sólo será posible un cambio en los resultados si se modifica, de modo sustancial, el lugar que se le otorga al arte en el meollo de la sociedad.